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ENSAYOS

Ciudades clónicas

Ciudades clónicas

 

No consigo acordarme de algo que me ha sugerido la visión de un reportaje sobre Singapur. En él se mostraban los flamantes rascacielos, construidos según las reglas del feng shui, así como la mezcla de restaurantes tradicionales con los modernos. La gran cantidad de tiendas es realmente abrumadora, y el clima, siempre benigno, anima a pasar el día en la calle. Las calles están limpias, porque tirar un papel supone una multa de 60 euros, y escupir sale más caro. Los guardias llevan una cámara de vídeo en ristre en lugar de un arma, y la consigna de los ciudadanos es: "trata bien al extranjero, no le pongas mala cara, pues nos trae dinero"  -me ha salido un pareado-. Al cruzar de un barrio a otro puedes toparte con un buda y después con una tienda en la que vendan sangría embotellada y chupachups. Y, cómo no, una calle contiene las tiendas más exclusivas, como las que puedas encontrar en París o Nueva York. Recuerdo mi último viaje, a Praga, tras quince años de ausencia, y también desde el río, caminando hacia la plaza del reloj y en las proximidades del barrio judío, también hay otra calle que llaman París por la similitud a los Campos Elíseos. y resulta que vas al mismo París y te topas con Zara. No sé, todo resulta muy confuso. Porque al final viajar consistirá en aterrizar en otra ciudad clónica, en la que la comida sea la misma, con las mismas franquicias, y los mismos cafés modernos y deshumanizados. Me encantan las ciudades, sí, pero hoy en día se corre el peligro de despertar y no saber dónde te encuentras.

Conexiones atemporales

Hace algunos años me sorprendí de nuevo ante las puertas de un aula en la que iban a iniciarse los temidos exámenes de selectividad. Pero en esta ocasión no era una alumna de COU, sino una profesora de biología que acompañaba a sus propios alumnos a tan importante cita. Juro que me sentí casi tan nerviosa como ellos, como si yo misma tuviese que someterme a una retahila de preguntas y problemas que debería superar para poder entrar en la universidad. Veinte años habían transcurrido desde aquel día en el que enfilé la cuesta que me conducía todas las mañanas al instituto, sin libros, sin carpeta, y con un par de bolis bic por si fallaba alguno. Tanto a mis alumnos como a mí nos fue bastante bien, y me consta que muchos de ellos son universitarios, incluso una de ellas estudia cuarto de ciencias biológicas.

¿Por qué les cuento esto? Por que ayer mismo tuvo lugar otra de estas conexiones en el tiempo, un pequeño milagro que me devolvió a mi aula de COU, a una clase de biología que no olvidaré jamás. Nuestra profesora, que tiene un nombre muy boánico -Hortensia-, nos estaba explicando el origen de los orgánulos celulares y nos habló de la teoría endosimbiótica. ¡Qué quieren que les diga!, además de Paul newman, me fascinan las células, su organización, y sobre todo, su origen. Aquel día, nuestra profesora, que de forma tan entusiasta y profesional impartía sus clases, nos trajo la primera separata que vi en mi vida y era un artículo de Lynn Margulis. También resultaba estimulante que una mujer se abriese camino en un mundo dominado por hombres y plantease unas ideas tan maravillosas y bien sustentadas en los hechos científicos. Nunca sabrá Hortensia cómo me influyó aquella clase, cómo me reafirmó en mi deseo de ser bióloga y cuánto le agradezco que nos proporcionara aquel artículo de Investigación y Ciencia que aún conservo. Volviendo al tema inicial, les diré que ayer pude ver y escuchar a Lynn Margulis, en un foro repleto de alumnos y profesores. Sólo espero que Hortensia también haya tenido la oportunidad de ver a esta científica con mayúsculas, que además de brillante resultó ser muy humana y divertida. Habló en español y comenzó su exposición con una diapositiva con su foto en la que se leía: Sabemos tan poco.

Entonces supe que su intervención no me iba a decepcionar. Lynn Margulis nos regaló después la siguiente frase: "La ciencia es la búsqueda de la verdad... nos guste o no", del físico David Bohm. Y después comenzó a desgranar la pregunta madre de todas las preguntas: ¿qué es la vida? No voy a transcribirles el resto de la conferencia, pero sí a decirles que fue extraordinaria, y que finalizó con otra frase: Tengo que aprender, no sé.

Nadie como ella encarna el espíritu científico y la humildad de reconocer que debemos seguir aprendiendo, cuando otros no hacen más que colgarse medallas. Me quedo con la frase del físico, en la que ella sabiamente insistió: " la ciencia es una búsqueda..."   Mil gracias, Hortensia.

Paul Newman en mi habitación

Lo confieso. Era él y no Glen Ford quien velaba mis sueños. Me acompañó desde un póster en blanco y negro del que tuve que prescindir cuando me casé. No me pareció adecuado compartir mi alcoba con dos hombres y tuve que elegir. Pero Paul siempre ha estado en mi corazón y mi marido comprenderá perfectamente que así fuera. Todos los hombres admiraban igualmente a este actor portentoso que parecía, además,  buena persona. Para mí era un dios griego hecho carne para hacernos más felices e incluso mejores.

Sabía que estaba enfermo, que en algún momento el destino cruel de los mortales nos lo arrebataría. Desde entonces le lloro. No me atrevo a ver ninguna de sus películas, ni a hojear siquiera su biografía, expléndidamente ilustrada con bellísimas fotos. Sólo Dios sabe, si existe, lo que hubiera dado por verle en persona. Y si ese Dios existe, y tiene a bien enviarme al cielo cuando acaben mis días, donde a buen seguro él estará, me gustaría encontrarle entre las nubes, el éter, o lo que haya allí. Seré buena, por si acaso. Tal vez aún tenga una oportunidad.

Nostalgia navideña

Nostalgia navideña

a Crisanta, in memoriam

Tal vez nunca imaginaste la trascendencia de tus actos, de esos pequeños detalles con que convertías la llegada de la navidad en un auténtico regalo. Durante años mi hermana y yo tuvimos la suerte de compartir contigo esa ilusión que depositabas en todo. Cuando vi la casa de mi hermana en navidad, con sus hojas secas de plátano en la pared, las lágrimas acudieron a mis ojos, y por un instante fui esa niña que contemplaba maravillada el rincón de tu salón, con sus velas y sus hojas detenidas en la pared. En aquella época las velas sólo se usaban en nuestro país en las iglesias o cuando había un corte de luz, y las tuyas eran una especie de reclamo exótico para nuestros ojos. Supongo que fue un recuerdo de Alemania, de los años que pasaste allí trabajando como otros españoles. Esas navidades contigo y con la tía eran una auténtica delicia: meriendas en el Corte Inglés. película navideña de estreno en un gran cine de Madrid, visita al parque de atracciones o al zoo.

Yo no coloco las hojas -todavía-. hasta ahora había pasado las navidades fuera de casa, pero a partir del año próximo estarán presenten esas hojas. Aunque quiero que sepas que, como tú, guardo las figuritas de los roscones en una pequeña balda. Recuerdo que tenías decenas de ellas en la despensa. Como ves, las dos hermanas hemos conservado tus tradiciones, cada una a nuestro modo, y aunque no dejaste hijos en este mundo nosotras te recordamos. Sólo lamento que nuestra hermana pequeña no llegara a tiempo de ser partícipe en estas escapadas navideñas, porque nos dejaste muy pronto, demasiado pronto, y las navidades perdieron el encanto que las hacía especiales. Sólo espero que seamos capaces de recuperar esa magia y transmitir la felicidad que aportan los pequeños detalles llenos de cariño a Alvar.

Saudade

Saudade, reza el cartel que distingue a este bar de otros locales que jalonan la calle. Como un imán, la palabra enigmática, vestida de una luminosa tristeza, me atrae. El interior del local no me decepciona: mesas de auténtica madera, de formas rectas o curvas, que ofrecen la veta desnuda o teñida de verde musgo. El suelo está ambaldosado con losetas de barro cocido, que se asemejan a un mosaico. Sobre la barra penden lámparas con tulipas malva. Los camareros muestran una imagen sobria y limpia. La carta de desayunos anuncia tostadas de hogaza, pan integral o multicereales. Los periódicos duermen en un precioso revistero. Todo sería tan perfecto como lo describo si no fuera por el ruido infernal que me agrede desde un rincón oscuro: una máquina tragaperras rompe la suave melodía ambiental con sus estridentes ruidos. Un anciano arroja monedas de su exigua pensión al monstruo insaciable que sólo le devuelve luces parpadeantes y chillonas.

Supongo que los dueños del local habrán tenido que instalarlas para llegar a fin de mes y pagar la hipoteca o los muebles que me habían seducido. "Saudade", ahora comprendo lo que anuncia el cartel de la puerta, que sentirás nostalgia de un tiempo que apenas conociste en el que las tragaperras sólo vivían en las películas de Hollywood y en Las Vegas. Máquinas diabólicas que como especies colonizadoras han desplazado a las partidas de brisca o de dominó, y se han instalado sobre los espaldas solitarias de los ludópatas como crueles condenas.

Cerezas en un cesto de agua

 

 No soy la verdadera autora de estas palabras. Tan sólo pretendo recogerlas. Son cerezas maduras en un cesto de agua, y se malograrán con el tiempo, quizás ya nadie las escuche. Él era cirujano en su país y le gustaba curar a las personas. Disfrutaba con su trabajo. Realizó multitud de investigaciones y escribió libros. Dirigió varias tesis doctorales. Había dedicado sus ojos al estudio y sus manos al noble arte de devolver la vida.
 Llegó a España para reunirse con su esposa. Jamás imaginó que la decisión de abandonar un país que le asfixiaba acabaría por sumirlo en una profunda tristeza. No pudo ejercer como médico, no le homologaron el título. Terminó cocinando horas y horas en un restaurante. Nos contaba su historia mientras preparaba un besugo con verduras y salsa de soja. Mientras practicaba delicadamente unos cortes al pescado su voz nos recordaba que en el pasado realizaba complicadas operaciones. Su mirada se perdía en el abismo negro que acababa de superar y en su voz temblaba una lágrima. Decía que tras el trabajo en el restaurante corría hacia el campo y gritaba, gritaba muy fuerte para expulsar la rabia.
 Tiempo después, su mujer y él abrieron su propio restaurante. Un buen día, como se lee en todos los cuentos, unas clientes le preguntaron si le gustaba España. Entonces abrió los ojos y pensó que en la vida había otras cosas, entre ellas, un bien muy preciado, la libertad. Entonces se dijo para sí mismo: "Mañana despertaré alegre y no volveré a gritar".


 Esta es otra historia prestada, que tomo directamente de los labios de su protagonista, para que no se diluya en el exceso de información que nos invade. Nunca pensó que volvería a ejercer su profesión por un motivo tan terrible. Se había acostumbrado a su nuevo oficio de albañil y vivía bien. Era trabajador y lo respetaba todo el mundo. Su vida en nuestro país era modesta pero honrada, ese hecho era lo único que le permitía aceptar su nueva situación. Una mañana de marzo, cuando la primavera ya se presentía, se reencontró con el horror que creía haber dejado atrás en Afganistán. El estruendo lo dejó sordo por unos instantes, y cuando sus ojos se acostumbraron al humo espeso y divisó los cuerpos se lanzó, como invadido por un impulso primario, a realizar torniquetes y a confortar a los heridos. Lo mismo que había hecho años atrás en aquella guerra. En compensación, el gobierno le ha homologado el título y ahora vuelve a trabajar como médico. Jamás imaginó que tras la tragedia volvería a despertar alegre. Pero ahora recuerda, y su mirada detenida en el horror le devuelve a aquella mañana. Y en lo más profundo de su corazón desearía seguir siendo albañil.

 Y yo me pregunto, ¿Son necesarias las grandes tragedias para que los hombres recuperen su dignidad? ¿No puede articularse algún sistema que garantice su idoneidad y les permita trabajar en lo que se formaron, con gran sacrificio personal y seguramente de su familia, durante años?
 

8 de marzo. Día de la mujer que no escribe.

Hay mujeres que no pueden escribir. Cuando eran niñas fueron sacadas de las escuelas para cuidar a hermanos menores o para hacer las labores de la casa. Con suerte, aprendían a leer bajo las sábanas, a escondidas, ayudadas por la luz de una linterna. Las más valientes se atrevían incluso con los libros prohibidos por la Iglesia: su lectura era pecado porque los autores estaban excomulgados por el Papa. Uno de ellos era tan inofensivo como Alejandro Dumas.
Desde que puedo recordar, he visto a algunas de estas mujeres leyendo, y mi primer deseo consciente fue aprender a leer. Mi madre es una de esas mujeres. Es capaz de inventar historias surrealistas, brillantes y divertidas. Aunque no las plasma en un papel, las narra de forma extraordinaria. Domina todos los artificios de un buen relato, pues sabe cuándo debe hacer una pausa, cuándo esconder algún detalle para sorprender al final a los oyentes. A veces le digo que debe grabarse, para que no se pierdan sus historias, para que otros las disfruten.
Como es una lectora voraz, ha logrado atesorar muchos conocimientos, de tal modo que sabe más de muchos temas que algunos que ostentan títulos universitarios. Su sensibilidad no tiene límites, ni su inteligencia, nada se le escapa.
Por eso me gustaría dedicar este día a las mujeres que no escriben en un cuaderno ni en un ordenador porque no les permitieron estudiar en una escuela. Día a día inventan cuentos maravillosos que imprimen en nuestra memoria y en nuestros corazones.
12/3/03

Críticos

No teman, no voy a quejarme sobre ninguna crítica que haya sufrido en mis propias carnes. simplemente paso a relatarles lo que me encontré en el suplemento Babelia, hace como dos semanas. Lamentablemente he perdido el recorte -soy bastante desordenada-, y no recuerdo el nombre del crítico ni del novelista. Lo que si recuerdo es que el crítico parecía empeñado en que su trabajo no se leyese o bien algún mentecato a la hora de acortar la extensión de la crítica se ha hinchado a poner siglas. Me explico: como si de un mensaje sms se tratara, el crítico se refiere al novelista con las siglas de su nombre y apellidos, lo mismo hace con sus libros. Vamos, como si yo les hablase de DQDLM, escrito por el ilustre DMDC -El Quijote y Cervantes-. Y así todo el rato. Horroroso. Por favor, que una compra el periódico para leer algo coherente que no parezca fruto de una mente forjada por la LOGSE. ¡Eso debe de ser! Las nuevas hornadas ya habrán terminado sus carreras y estarán por ahí perpetrando atrocidades. Además, a esta incómoda retahíla de letras mayúsculas se sumaba la típica estructura: decir primero que la obra tiene muchos defectos para recomendar posteriormente que la lean. ¿Es que habían obligado al crítico a bendecir dicha novela y él se resarcía del mal trago llenando el texto de siglas? Si es que no aprendo, debería limitarme a más leer libros y menos periódicos.

CHISMES ELECTRÓNICOS

Leo en el periódico que la próxima semana habrá en la ciudad una conferencia sobre una nueva patología, la de los adictos a los nuevos engendros electrónicos que salen al mercado. supongo que todos conocemos a algún fanático de los ipod, navegadores, móviles que hacen cualquier cosa imaginable, etc. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Mi amiga Amaya Campos es adicta a los bolsos. Sustituyó el vicio del tabaco por la adquisición de estos complementos. Posee un armario lleno. Pero al menos sus pulmones hace tiempo que están limpios y esponjosos, como debe ser.

Yo por no tener, no tengo ni DVD. Escribo en un viejo ordenador del cual ignoro casi todo. No  me pregunten cuál es el tipo de procesador, ni qué memoria RAM tiene. A mi me sirve porque de momento almacena todas los textos que escribo sin sonrojarse, sin protestar ni pedir nada a cambio. El pobre está tan viejito que no soporta ni internet. Intenté instalarla y fue la única vez que se me ha revelado. Se rompió. La pantalla se quedó negra, como negras fueron mis lágrimas de desespero. Menos mal que siempre hay alguna amiga caritativa que te arregla el desaguisado. Y es que a mi PC le ocurre lo mismo que a mi, no nos van demasiado las nuevas tecnologías. Estoy anticuada, lo sé, lo confieso. Prefiero escuchar música en un CD, de un buen equipo, y que el sonido inunde la casa como si fuera el estruendo de las olas del mar. Empleo el vídeo VHS -no soy tan carca como para conservar un beta o un 2000- para grabar las películas de La2, que siempre ponen a horas intempestivas -excepto los sábados, no se pierdan a las 22:00 el cine negro, un verdadero regalo-. Con eso tengo suficiente, a veces se me acumulan las películas por falta de tiempo. Por eso, ni se me ocurre descargar pelis por la red, prefiero ver los estrenos en el cine, y me horroriza la idea de ver una peli en el ordenador.

Como ven, no corro peligro de engancharme a la tecnología, aunque tampoco me niego totalmente a utilizarla. Se escribe muy bien en un cibercafé, tomando un cortadito y escuchando el sonido de las teclas aporreadas por los internautas. Es lo más parecido a escribir sobre una mesa de mármol en un antiguo café de esos que con verlos ya inspiran.

 

Las niñas del Sagrado

Cuando estudié dos interminables años en el colegio del Sagrado Corazón de Jesús nunca fui consciente de lo que aquella congregación religiosa significaba en el ámbito de la educación católica y, menos aún, en la literatura. Muchos años después, tras leer Conversación en la catedral de Vargas LLosa, me topé con las jóvenes educadas en esta institución que constituían el grueso de las niñas bien de Lima. Un amigo que se crió hasta los dieciocho años en el Perú también me habló de las niñas del Sagrado y se sorprendió cuando le dije que yo era una de ellas. La verdad es que yo también me sorprendí mucho con el descubrimiento. Mi colegio se encontraba en un barrio obrero de Madrid, lo regentaban unas monjas sudamericanas -mi maestra era peruana, para más señas-, y no debía ser muy caro porque mi padre también es un obrero y no nos lo podríamos haber permitido. Recuerdo que el grueso de las horas de clase se dedicaba a la costura y a los trabajos manuales, tareas que siempre he odiado con gran intensidad. También nos explicaban algo de música e inglés. Por los años 70 no era muy frecuente en la escuela pública que se estudiara música y menos inglés, eso sí que me gustaba. Cuando pasé de nuevo a la escuela pública empecé a suspender matemáticas, la profesora le explicó a mis padres que no tenía base. Para las niñas del Sagrado sólo era importante coser y entretenerse con la música. Nada más.

Para la alta sociedad norteamericana ser católico significaba pertenecer a una élite, y eso precisamente fue lo que pretendieron al matricular a la huérfana  Mary McCarthy en el Sagrado, colegio en el que estudiaban las hijas de las mejores familias de Seattle. El objetivo estaba claro: lograr un buen matrimonio que permitiera ascender a esa sociedad privilegiada. La escritora narra su propia historia en Memorias de una joven católica. En el libro explica cómo comenzó a cuestionarse la fe en el propio colegio y cómo intentaron imponérsela. McCarthy se desvió finalmente de esta senda perfectamente trazada e incluso inició una "militancia política radical" y se dedicó a la literatura. Sin embargo, el Sagrado logró al menos uno de sus propósitos. La escritora se casó con el crítico de literatura más respetado de su país. ironías de la vida. Esta historia la narra Félix de Azúa en Lecturas compusivas.

Pienso en Mary, y me identifico plenamente con ella, a mí me bastaron sólo dos años en el Sagrado para dudar de todo para terminar no creyendo en nada.



 

LA VIDA

La vida curte. El alma es una piel virgen, rasurada nada más nacer, que queda expuesta a las inclemencias de los días. Es preciso mantenerla limpia, flexible e hidratada, reparar los arañazos, protegerla de agentes químicos. Pero a veces no hay coraza que resista los ataques de la vida, ese conjunto de cosas y acciones que nos rodean, agradan, degradan o agreden -si se me permite el juego de palabras-. Entonces sólo queda esperar hasta que el daño cese, y entonces, sólo entonces, revisar los desperfectos, averiguar  hasta dónde ha penetrado la lija del dolor, y reparar la tersura, la suavidad, la firmeza. Ahora percibo como una uña gigante desgarra la piel de mi alma  y tengo atadas las manos. Habrá que someterse a esta tortura sin oponer resistencia porque no serviría de nada lo contrario. ¿Seré budista sin saberlo?

La descomposición de los cuerpos

Siento hasta un dolor físico, inexplicable y cortante como un cuchillo bien afilado. Y no es que Faulkner me decepcione, no. Tengo una de sus novelas comprada desde hace tres años. La conseguí en uno de esos puestos callejeros en los que los domingos venden restos de series a precios de saldo. Ya no recuerdo si pagué dos o tres euros por El villorrio. Pero cometí un gran error: guardarlo hasta que llegara el momento adecuado, sin saber que tal vez ése era el momento adecuado. De forma deliberada suelo retrasar la lectura de ciertos libros muy deseados porque una vez leídos se habra quebrado el misterio que encierran, y entonces será preciso encontrar otro sueño que perseguir. Pero esta vez me equivoqué. El ejemplar de El villorrio  está impreso en letras diminutas, letras que en el año 2003 era capaz de leer. Hoy confieso que el libro me cansa y no es por Faulkner, es que necesito gafas de cerca. Supongo que en la vida este es un punto de inflexión importante -¡pero aún no he cumplido los cuarenta!-. Mientras podamos leer sin gafas es como si todavía viviéramos en un camino llano, recto, sin altibajos. En el momento en que la imposibilidad de leer un mapa de carreteras nos convierta en Mr Magoo, comenzará un lento -espero- declinar a lo que será la degeneración inevitable de los cuerpos. He de confesar que me sienta peor que las arrugas o la celulitis -cayendo un poquito en la chick-lit-.

Lo mismo les ocurre a los coches. Un día se cae el espejo retrovisor, otro se despega la goma de una puerta y al final el vehículo que con tanto esmero te transportaba se va descomponiendo cada vez a mayor velocidad, siguiendo el inexorable camino de la entropía.

Como deseo leer a Faulkner y esto ya no tiene remedio, creo que me procuraré un ejemplar con mayor tamaño de letra. Será otra novela distinta y reservaré El villorrio para cuando ya no pueda prescindir de las lentes de aumento. Y preservaré el misterio.