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anamayoral

Saudade

Saudade, reza el cartel que distingue a este bar de otros locales que jalonan la calle. Como un imán, la palabra enigmática, vestida de una luminosa tristeza, me atrae. El interior del local no me decepciona: mesas de auténtica madera, de formas rectas o curvas, que ofrecen la veta desnuda o teñida de verde musgo. El suelo está ambaldosado con losetas de barro cocido, que se asemejan a un mosaico. Sobre la barra penden lámparas con tulipas malva. Los camareros muestran una imagen sobria y limpia. La carta de desayunos anuncia tostadas de hogaza, pan integral o multicereales. Los periódicos duermen en un precioso revistero. Todo sería tan perfecto como lo describo si no fuera por el ruido infernal que me agrede desde un rincón oscuro: una máquina tragaperras rompe la suave melodía ambiental con sus estridentes ruidos. Un anciano arroja monedas de su exigua pensión al monstruo insaciable que sólo le devuelve luces parpadeantes y chillonas.

Supongo que los dueños del local habrán tenido que instalarlas para llegar a fin de mes y pagar la hipoteca o los muebles que me habían seducido. "Saudade", ahora comprendo lo que anuncia el cartel de la puerta, que sentirás nostalgia de un tiempo que apenas conociste en el que las tragaperras sólo vivían en las películas de Hollywood y en Las Vegas. Máquinas diabólicas que como especies colonizadoras han desplazado a las partidas de brisca o de dominó, y se han instalado sobre los espaldas solitarias de los ludópatas como crueles condenas.

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