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anamayoral

Nostalgia de la tierruca

Cuando me preguntan de dónde soy, siempre tengo serias dificultades para contestar. La razón se encuentra en que he vivido en muchos lugares y tengo el alma repartida por varios rincones de la geografía española e incluso europea. Nací en Madrid, pero mi familia es de origen manchego, por lo que parte de mi infancia transcurrió en esas tierras inmensas y luminosas. Pero también pasaba los veranos en Cantabria, y ya se sabe que los recuerdos felices de la infancia se quedan en el corazón para siempre, como un refugio seguro al que poder regresar. Y la verdad es que cuando retorno, ya como adulta, una vez que el coche comienza atravesar la cordillera cantábrica y los prados verdes sustituyen a los campos de cereal, una gran felicidad se apodera de mí. Esa sensación de plenitud siempre se repite, es como un bálsamo que me hace olvidar las tensiones y los sinsabores cotidianos.

Por una serie de razones hace meses que no veo esos prados, y que mis ojos no se sumergen el el azul misterioso del mar. No recorro los caminos que todo el año ofrecen sus flores ni contemplo pastar a los caballos. Echo terriblemente de menos la sensación de pasear por el campo cuando cae la tarde, comienzan a ladrar los perros y el mundo se recoge en una calma maravillosa. Extraño volver a casa con un ramillete de hermosas margaritas y trajinar en la cocina para preparar la cena. También me acuerdo de otras tardes en las que aprovecho los últimos rayos de sol para leer en la terraza mientras la humedad comienza a barnizarlo todo con su patina de frescura.

Pero sé que volveré y allí estará esperándome, Cantabria, como cuando era niña.

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