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anamayoral

ROSCA Y CHOCOLATE

 

En cada casa, en cada región, en cada pueblo las costumbres de la Semana Santa se encuentran extrañamente arraigadas. Se trata de un rito que es preciso perpetuar por los siglos de los siglos. Aunque ya no creo que el viernes santo era el día en que moría Jesús, lo que me producía una infinita tristeza cuando era niña, y tampoco vivo el domingo de resurección como el día en que Él volvía a la vida, como si todo hubiera sido una broma de mal gusto. Durante mi infancia vivía estos acontecimientos como si realmente se repitiesen a lo largo de los años, confiando en su cadencia como el nacimiento de Jesús y la llegada de los Reyes Magos. Hoy día no echo de menos creer ciegamente en esos hechos del calendario litúrgico, sino que siento nostalgia de las cenas del viernes santo. Mi abuela paterna preparaba chocolate, que tomábamos con rosca. La rosca era un dulce que no he vuelto a encontrar en otro sitio. De masa recia y sabor a anises. La rosca en lugar de ser un aro formaba una gran elipse, cubierta de azúcar. Supongo que seguirán horneándolas en las panaderías del pueblo. Lugares cálidos en los que se entraba directamente al corazón. Desde la calle, atravesando la propia puerta de la vivienda, se accedía a una gran sala en la que el horno, con su inmensa y amorosa boca se tragaba masas pálidas y brillantes, devolviendo panes dorados y, cómo no, roscas, magdalenas, sequillos, trenzas, y los indigestos rosquillos. Nunca entendí porqué habían dado ese nombre a estos últimos, pues eran cuadrados y no tenían ningún agujero en el medio.

La rosca con chocolate era la mejor de las cenas. Cortada en porciones por las amorosas manos de mi abuela, sumergida en un chocolate a la taza hecho con tiempo y paciencia, cosa de la que yo carezco. A veces creo que soy reacia para tomar chocolate porque me recuerda a mi abuela, me recuerda su dolorosa ausencia. Igual que el arroz con leche o los guisados de carne, cuyo aroma a veces, traicionero, me devuelve a su cocina de sarmientos. En la adolescencia y en la primera juventud, simplemente, dejé de ir a verla. Estaba demasiado ocupada con mis estudios, con los amigos y con el amor. Supongo que pensaba que ella estaría siempre allí, dispuesta a escucharme en cuanto me sentara junto a su mimbrera, caldeadas por la complicidad que siempre nos unió y por la pequeña estufa de carbón que era también el alma de la casa.

Hoy es viernes santo y no habrá chocolate, ni rosca, ni procesión, ni ropa nueva para lucir ante los vecinos del pueblo. Hace mucho tiempo que los vencejos no saludan mis pasos por esas calles, calles que sinuosas se clavan en algún rincón de mi memoria, cobrando bordes imprecisos, borrándose un poco, alterando su curso.

El desarraigo es tal que ya no importa dónde se pasen estos días extraños en los que ya no se cree. Encima el chocolate me sienta mal. Sólo importa la compañía, y eso lo es todo.

 

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