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anamayoral

Cometas en la costa

 

Hasta hace poco tiempo, en cada ocasión en el que vuelo de una cometa me sorprendía, siempre pensaba en la costa. Recordaba aquellos paseos maravillosos por la costa desde el faro hacia el oeste. Caminábamos entre los brezos y los acantilados fósiles, hasta llegar al lugar en el que merendábamos una tortilla de patatas y los típicos filetes rebozados con pimientos fritos. Después, con la tripa llena y el corazón alegre, sacaba la cometa despiezada y procedía a montarla. Tuve cometa muy tarde. A mis padres no les parecía un juguete apropiado para una chica, y finalmente cedieron a mis súplicas cuando tenía catorce o quince años. En la costa el viento era perfecto, y cuando ya estaba dispuesta comenzaba a correr, daba unos pequeños tirones mientras soltaba el hilo, y corría entre la hierba hasta que la cometa alcanzaba el máximo de libertad que le permitía el sedal. Recuerdo aquellas tardes como unas de las más felices de mi vida. Sólo existía el cielo, el mar y unos prados inmensos por los que correr o tumbarse bajo el sol.

Poco a poco se fueron cargando la costa. Cada vez había más granjas y más construcciones que la afeaban. Y la ruta que antes me parecía maravillosa aparecía sucia y triste. Menos mal que el puente del diablo y el pequeño mausoleo continuaban allí. Hace muchos años que no he vuelto, espero que la hayan rehabilitado.

Ahora, cuando mi mirada tropieza con una cometa, pienso en Kabul, y en los niños que perdieron su infancia y a los que se les prohibió lanzar sus sueños al viento.

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