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El manuscrito de piedra, Luis García Jambrina

A veces desconfío de la novela histórica. Tengo una especie de prevención extraña, sobre todo si la novela se encuentra saturada de fechas, nombres de reyes, batallas, etc. Supongo que esto me viene de mi época de estudiante de bachillerato, entonces estudiar historia suponía aprender de memoria una serie de datos, lo que era tremendamente tedioso. Me imagino que hoy día la historia se enseña de otro modo más lógico y ameno.

Esa desconfianza inicial se desvaneció tras la lectura del prólogo de El manuscrito de piedra. Me di cuenta que el autor no sólo era un entendido en temas históricos sino que estaba dotado de las dotes de un narrador extraordinario. Captó mi atención de inmediato y me sumergió en una época de nuestra historia, que como muchas otras, desconocía. Además de plantear un misterio -nada esotérico sino totalmente terrenal y humano-, el otro secreto de la novela radica en el escenario en la que transcurre: Salamanca.

Salamanca es una ciudad que siempre me gustó, pero experimenté un cariño especial hacia sus calles cuando viví unos días en ella durante las oposiciones. Tengo un excelente recuerdo porque las aprobé. Tal vez si hubiera suspendido me quedaría una especie de resquemor, como me pasa con Palencia.

Tiré la casa por la ventana y me alojé en el hotel San Polo, que tiene la particularidad de albergar las ruinas de una iglesia románica y estar muy cerca de la catedral. De hecho podía verla desde mi ventana. Todo un lujo. Los nervios por los exámenes me hacían despertarme muy temprano, sobre las cinco y media o seis de la mañana. A esas horas aún no se podia desayunar y necesitaba imperiosamente tomarme algo. La primera mañana le pregunté al recepcionista si había algún lugar abierto cerca y me señaló una churrería situada a escasos metros del hotel. El local era diminuto y estaba atestado de estudiantes que terminaban su noche de juerga, unos con chocolate otros con cubatas, y trabajadores que desayunaban antes de incorporarse a sus tareas. Pedí un chocolate con churros. Normalmente me sienta como un tiro esta combinación, pero en esas condiciones de estrés me sentó maravillosamente. Mientras los demás opositores se enfrentaban a las pruebas con el estómago vacío por los nervios, yo acudía con el mío repleto de una colación deliciosa y contundente. Ningún día desayuné en el hotel, me hice adicta al olor a fritanga, a las conversaciones inconexas de los borrachos y al silencio de los trabajadores que a duras penas podían abrir los ojos.

El primer día que llegué a Salamanca, tras dejar mi equipaje en el hotel, me di una vuelta por el lugar donde tenía que examinarme a la mañana siguiente y después, con un plano en el bolsillo, me abandoné a las bellísimas calles de color arena. Terminé tomando un refresco en un bar muy amplio, en el que un hombre tocaba un piano y una mujer cantaba preciosos boleros. Aquella tarde casi me olvidé de la razón que me anclaba a Salamanca y pensé que era el mejor lugar para sufrir una oposición.

Nunca me arrepentí de elegir ese hotel, ni de repasar los esquemas en la plaza mayor, mientras mi marido disfrutaba de la mañana, ni de cenar en una terraza en una calle atestada de restaurantes, durante la hora escasa que me había permitido  descansar.

Me voy por las ramas, pero no dejo de recomendarles la novela. Me gustó muchísimo, por su calidad literaria e histórica y porque me ha hecho disfrutar de la lectura. Sólo me queda decir que me la he bebido en dos tardes, en las que he regresado a mi querida Salamanca.

 

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