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anamayoral

Transportes (I)

Una de las cosas que echo de menos de Madrid es la cola del autobús. No es que me guste, es que en Burgos la gente se tira a coger el autobús sin respetar el cívico orden de llegada, y bajo la consigna de "tonto el último", como te descuides subes la última y te quedas de pie, a merced de las curvas y del bamboleo del engendro municipal.

En el intercambiador de transportes de la Avenida de América se escucha. "El Consorcio Municipal de Transportes les desea feliz navidad". El camarero del kiosko de café, que torea las infinitas horas bajo tierra, espeta a un parroquiano: "Deberían decir: Consorcio Municipal de Transportes les avisa de que tengan cuidado con el bolso que se lo pueden robar". Suelto una carcajada mientras compruebo que el mío sigue allí, colocado en bandolera, cubierto con el otro bolso que guarda los regalos de navidad. El hombre del bar subterráneo se vuelve preguntándose quién será esa mujer a la que no parece afectarle el aire opresivo del hormiguero. Después me pregunto si me hará una radiografía y sopesará el tamaño de mis pechos, como el protagonista de un cuento de Carlos Bolinaga, relato recogido en su último libro: La libertad de los sueños. La cárcel de los recuerdos. Los personajes de Carrlos son libres para soñar con otras mujeres, con sus anatomías, o bien exclavos de sus pesadillas escatológicas. Pero el libro merece una entrada nueva del blog, y como aún no lo he terminado sólo puedo decirles que merece ya la pena por las ricas citas literarias que esconde. Como decía, desde que leí el relato de Carlos Bolinaga, me inquieta mucho relacionarme con señores, excepto con mi marido. La verdad, me pongo a pensar en lo que pasa por sus mentes y me dan ganas de escapar. ¿Pensarán los hombres lo mismo cuando se trata de una compañera, una cliente, o la vecina?

Vuelvo a recorrer el camino de vuelta a casa atravesando la N-II. Hace quince años sentía un gran alivio cuando salía del trabajo y contemplaba los edificios, los descampados, a pesar de que los termómetros marcasen 40º C. Entonces conocía a muchos de los pasajeros, de vista, claro. Ahora sólo soy una extraña más. Me parece mentira haber pertenecido a este mundo de idas y venidas que hoy recuerdo gris.

Hoy valoro más el paisaje castellano, duro y cortante, pero aunténtico. En él, cada mañana me sorprenden los buitres, observo a las cogujadas mientras buscan as migas de pan del bocata de mis alumnos -áun comen bocadillos de verdad, envueltos en papel de aluminio-. En ocasiones, es un corzo o un zorro el que se cruza en el camino. Al corzo normalmente le sigue otro que ha quedado escondido entre los arbustos. Detengo el coche y, como si hubiera escuchado mis deseos, el rezagado sale de su escondrijo y me regala otra bella imagen. En la carretera que recorro cada mañana el tráfico es casi inexistente y una puede pararse y parar el tiempo por un instante. Otras veces, el prodigio de la niebla congelada me ha llevado a un mundo irreal, como la visión de la silueta de dos aguiluchos ratorneros recortada entre la blancura de la nieve. Allí, todo parece limpio y eterno, a la vez cambiane. Aquí, en la N-II, todo es metálico, de cemento sucio, perfumado con aroma a diésel. Todo es rápido, demasiado rápido y vacío.

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