Blogia
anamayoral

PARAÍSO INHABITADO

 

Con gran placer he devorado esta deliciosa obra de Ana María Matute. No sé muy bien si debería recomendarse para adultos o para niños. Tal vez lo ideal es que lo leyeran juntos una fría tarde de invierno bajo el cálido abrazo de una manta en el sofá. El libro me ha dejado sin palabras, porque las de la autora son tan bellas y están tan bien urdidas en una red de la memoria que resultaría un agravio romper su delicado encaje y analizarlas. Además de una prosa suave, rica en matices, fantasía y, aunque parezca imposible, de dura realidad, la obra recoge una historia de soledad, amistad y pérdida. Todas estas experiencias constituyen el aprendizaje de una niña que, como Peter Pan, se niega a crecer para ser engullida por el mundo de los Gigantes.

Todos hemos pasado, de un modo u otro, por las etapas de la niñez de la protagonista, Adri. Sólo que en su propia casa cohabitaban dos mundos inmiscibles, que se necesitaban el uno al otro para sobrevivir, aunque en clara desventaja para uno de ellos. Es ese mundo real, pobre y honrado el único que le aportará calor, y el imaginario, el que llenará de color sus noches. En este punto me siento muy identificada con la protagonista, pues yo también protagonizaba fugas cuando los demás dormían, pero claro todo ello pasaba a la hora de la siesta. Jamás he podido dormir a esas horas, y menos por obligación. Esas tardes se me hacían larguísimas y tan sólo la lectura de cuentos y libros mitigaba un tedio profundo que se repetía todos los veranos manchegos. Cogía mis zapatillas y me escapaba por la portada -por la puerta del patio-, para que mi abuela materna no me oyese. Después, con mucho miedo, cruzaba la carretera, y me presentaba en el taller de las costureras. Ellas cosían incluso en esas horas en las que era imposible respirar por el calor. Pero siempre me dejaban un rinconcito, una aguja y un poco de hilo para hacerle un vestido a mi muñeca.

Las noches en vela se quedaban para el piso de Barajas. Desde mi ventana abierta en las cortas noches del verano, veía las luces que arrojaban al cielo los aviones al despegar o al aterrizar. Me preguntaba dónde irían, jamás de dónde vendrían. Siempre que veo un avión me pregunto cuál es su destino, como si siempre quisiera escapar. Es como si tuviese en mis células un gen de huida, el mismo gen pudo impulsar al género humano a buscar otras tierras en lugar de anclarse en la suya propia. Recuedo las noches de insomnio de mi adolescencia en las que miraba el lejano mar desde la ventana de la cocina, en Cueto, junto a Santander. El reloj de la iglesia, mudo, cantaba el devenir de las horas nocturnas, y las luces de los barcos se desplazaban, lentamente. Apenas se adivinaba el límite entre la costa y el mar. Desde niña, tal vez desde que nací, conciliar el sueño no ha sido fácil. Quizás por esa razón, desde que recuerdo, no me duermo con las últimas páginas del libro que estoy leyendo, sino con los últimos retazos de la historia que construyo en mi cerebro. Historia que perfilo y pulo cada noche, con los mismos personajes, hasta que me resulta casi perfecta, y entonces el sueño se apodera de mi mente y nunca conozco el final de mi propio cuento. Esta forma de crear se ha convertido en una costumbre, y cada noche me cuento una historia capaz de arrancar de mi cerebro los suscesos negativos del día. Eso me permite entregarme libre de tristezas al abrazo esquivo del sueño.

Como les avancé, poco voy a decir del libro y mucho es lo que me ha sugerido. Es un libro que volveré a leer para capturar las numerosas frases que me han robado el corazón. Para reencontrarme con Adri, para volver a ser la Ana niña que contemplaba la noche y sus luces llenas de preguntas.

0 comentarios